Los últimos años han significado un importante cambio en las estructuras de relaciones sociales, así como de sus percepciones. Aquí nos referiremos a solo una parte de estos cambios para introducir una cuestión más precisa, que es la detención de jóvenes en la periferia del “segundo mundo”. En la medida en que se encuentra cierta congruencia entre los datos aportados por el trabajo de campo y los estudios específicos sobre el campo en la Argentina y a escala mundial, tal cuestión merece cierta puntualización.
De esta manera deberíamos empezar por decir que como nunca hay un reclamo generalizado de algo difuso e impreciso catalogado como “inseguridad”, que las más de las veces tiende a legitimarse a través de discursos que encarnan la demagogia punitiva. Este fenómeno tiene sus particularidades en el cono sur, sin embargo responde a una lógica cuasi-planetaria: la caída del modo de acumulación sostenido en la industrialización (fordismo), momento histórico del capitalismo que en la operatoria general procuraba la aseguración de la reproducción más alta posible de la fuerza de trabajo requería de un estado mediador que emergía como un tercer sujeto, expandiendo sus posibilidades de provisión procurando la aseguración de la vida de las clases subordinadas; así fue como el estado se expandió generando un modelo social basado en cierta solidaridad que parecía esconder las contradicciones entre capital y trabajo de manera más o menos exitosa. La década de 1970 significó un gran quiebre en esto, el puntapié de la dictadura financiera marcó de manera salvaje la imposición de un modelo de relaciones sociales que cada vez más comenzaba a desentenderse de la fuente de valor, la vida de las clases subordinadas generadoras de plusvalor. Por distintos factores, en América Latina eso significó la brutal represión de las fuerzas sociales insubordinadas y el genocidio de la clase obrera, sosteniendo por la violencia la transformación de la matriz social basada en el achicamiento del aparato social del estado, la privatización de sus empresas, el beneficio a la especulación financiera, el crecimiento de la deuda externa para financiar operaciones (especulaciones) privadas, etc. Los siguientes años de democracia significaron la legitimidad del modelo a través de las urnas. En términos sencillos, Robert Castel (2003) refiere a esta cuestión como un nuevo modelo de competencia interindividual que marca un pasaje de la conducción de la economía de las manos del estado a las empresas, es decir, hacia una lógica basada en la productividad y en la rentabilidad. La creciente y cada vez más profunda diferencia entre clases y al interior de las clases funda un momento de descolectivización y “competencia entre iguales” (Castel, 2004: 57), la moral del neoliberalismo supone que cada individuo se debe procurar por si mismo los recursos de los que quiera disponer en competencia con el resto de sus iguales.
Si se puede hablar de un alza en la inseguridad en la actualidad, es en gran medida porque existen franjas de la población ya convencidas de que han sido dejadas en la banquina, impotentes para dominar su porvenir en un mundo cada vez más cambiante (Castel, 2004: 67)
Este fenómeno de descolectivización, explica Castel, genera un resentimiento en las clases degradadas socialmente, un resentimiento que es una “frustración colectiva que busca responsables o chivos emisarios” (2004: 65), lo cual afecta principalmente a los sectores populares; en la medida en que el juego de competencia interindividual genera una masiva descalificación será mayormente degradado el sector de la población que se encuentra comenzando desde lo más bajo de la pirámide social hasta las partes más bajas de la clase obrera.
Así, la transformación del rol estatal en el modelo neoliberal tuvo su correlato en las prácticas de control social, marcando el fin de la forma “correccionalista” del tratamiento de los sujetos seleccionados como problemáticos por las agencias punitivas. Este cambio se ha producido con una sorprendente velocidad, en palabras de David Garland,
“con una velocidad sorprendente un ideal liberal y progresista se transformó en reaccionario y peligroso para los mismos grupos que antes lo apoyaron” (Garland, 2008: 109).
Como se dijo, el desarrollo de un “estado mínimo”, cada vez más desvinculado de la trama social, destinado a asegurar pautas mínimas de intercambio capitalista, tuvo una situación paradójica: mientras la “seguridad social” se evaporaba producto de la retirada de su brazo izquierdo, nacía el “estado gendarme”, que cada vez ampliaría más la población encarcelada y el sinsentido de la práctica policial. En la Argentina, esto incluye procesos mucho más complejos que lo que la literatura del primer mundo puede ofrecernos. El “proceso de reorganización nacional” supuso la aniquilación de una buena parte de la población (precisamente una parte caracterizada por cierto grado de militancia política y activismo social), la naturalización en ciertos sectores de la violencia estructural hacia las clases oprimidas, en buena parte a través de las agencias policiales. Esto, a diferencia de Estados Unidos o Europa, donde el crecimiento del estado penal fue progresivo, marca que aquí una imposición brutal del modelo represivo, aunque con la particularidad de recaer no directamente sobre el espectro más bajo de las clases subordinadas, sino de aquellos que militaban por un cambio social en pro de esas clases subordinadas. Sería importante en otros trabajos hacer un análisis que explique la continuidad y herencias del proceso de reorganización nacional en la práctica punitiva democrática donde, ahora si, la punición estaría centrada en las clases populares. Ahora bien, si la policía históricamente ha sido una organización con cierta (negativa) autonomía (Saín …), la herencia estructural del período dictatorial no ha servido más que para acentuar esa práctica violenta hacia los estereotipos caracterizados como “peligrosos”, siempre identificados en las clases populares; el entramado de relaciones entre clase política, jerarquía policial y grandes organizaciones delictivas no ha hecho más que complejizarse a lo largo de los últimos años en nudos de complicidad, corrupción, asesinatos, y sobre todo, una persecución demagógica de estereotipos que justamente recayó casi únicamente en los eslabones más débiles de las organizaciones delictivas, lo que da la pauta de que la raíz del problema se encuentra en una plana mucho más complicada de lo que verdaderamente se ejecuta a través de decisiones políticas. De esta forma, se calcula que desde el advenimiento de la democracia, la policía … (informes CORREPI, CELS)
Al mismo tiempo, vale decir que no se trata de una operatoria en la cual solo interviene una parte del estado en detrimento de un sector de la población, sino que esto tiene su legitimación a partir de una nueva cultura del control social. Una vez caída la matriz correccionalista, el funcionamiento de la punición estará caracterizado por un “giro punitivo”, que presta mayor atención a la carga emotiva de su accionar, es decir, se desajusta respecto del resultado efectivo de sus acciones desatendiendo el efecto negativo que tiene este accionar en el mediano y corto plazo para transformarse en una política signada por la tendencia a generar y pretender solo resultados de orden simbólico. En la periferia de la economía mundial, la trama del control social y su basamento cultural posee cierto correlato que parece indicar la mundialización de la práctica social del miedo y la victimización desajustada respecto de la realidad material las probabilidades ciertas de ser víctima de un asalto a su propiedad material o física. Esto se materializa en una demanda exagerada de acción que se supone “preventiva” del estado a partir del endurecimiento de penas, presencia policial en zonas especiales, ya sea de alta concentración de propiedad y capital privado o como exigencia de control de las zonas más empobrecidas para contener a los sujetos estereotipificados como problemáticos en el marco de esta cultura del control. Esto quiere decir que, además de prestar atención a una visión exageradamente dramática del estado de la situación, que tiene eco por ciertos mediadores de gran influencia social (figuras mediáticas de las más variadas o individuos pertenecientes a las clases más acomodadas) pero también a buena parte de las clases populares, se supone que los sujetos sociales, y en este caso quienes realizan acciones catalogadas como delictivas hacen un cálculo a largo plazo de las consecuencias de su modus vivendi.
Por lo tanto, hablar de cultura de control, en términos similares a los que propone David Garland supone un momento que superpone un modelo de acción estatal y de demanda social con una estructura social que marca situaciones de inmensa complejidad, situación que de no mediar una planificación política distinta de las actuales (el tan deseado “gobierno político” de las instituciones policiales), que supongan otro tipo de racionalidad y cierta generación de “calma” que desaliente la victimización exagerada, solo pueden llevar a elevar el nivel de sinsentido de la vida social y a la constante pérdida de valor de la vida de las clases excluidas por vía de la naturalización de la violencia que devalúa cada vez más la estimación del propio cuerpo.
Hemos dicho que existe en las clases populares un fenómeno de naturalización de cierto grado de violencia. Veremos más adelante como encontramos ejemplificado esto en los jóvenes que encuentran pertinente la práctica del asalto a la propiedad privada como vía de provisión material. Todo momento histórico incluye una forma específica de castigo que se explica a través del entendimiento de las relaciones productivas (De Giorgi, 2006: 82). Por lo pronto, adelantaremos que esta situación pareciera tener antes que nada un basamento material-económico propio del modelo de acumulación neoliberal. En la medida en que se reemplaza el modelo fordista de acumulación a través de la industrialización y el empleo intensivo de fuerza de trabajo (que por tanto requiere la aseguración de su reproducción y extiende muchas veces el “brazo izquierdo” del estado) por algo difuso e indefinido de competencia entre individuos antes reconocidos como pares y la matriz económica desvía su núcleo de atención de la acumulación de trabajo (mediante la fábrica) hacia la especulación financiera, creando una enorme masa de población destinada a la marginal, condenada a los antojos de un sistema global de olvido que hace de sus cuerpos una materialidad sobrante. Esteban Rodriguez caracteriza este momento de la siguiente manera:
En definitiva, la plusvalía no es una cualidad sustancial de la relación capital-trabajo, sino una cualidad del sistema financiero en su conjunto que sólo se realiza en la operatoria general del sistema. Cuando el capital desinvierte en fuerza de trabajo, se desentiende de la vida de los hombres, habrá un contingente que sobra, y a los que sobran ya no los necesitará. Están, lisa y llanamente, de más, constituyen el sobrante social. El resto, una minoría con alta capacidad de consumo, puede vivir sin ellos y de hecho les gustaría hacerlo (Esteban Rodriguez, 2008: 218).
Dicho de otra manera, podríamos considerar que en el capitalismo en general, “vida” constituye una variable más del sistema, en tanto posibilidad de obtención de fuerza de trabajo por el capital (para su valorización mediante la extracción de plusvalor). En épocas de acumulación trabajo intensivas, las formas de sociabilidad estuvo reglamentada por lógicas de disciplinamiento y ortopedia análogas al sistema fabril: cárcel, escuela, familia tipo que normalizaban y serializaban individuos; en términos generales, la “vida” (posibilidad de reproducción y estabilidad del cuerpo) interesaba en la medida que a través de la aseguración de la reproducción de la fuerza de trabajo la clase capitalista obtenía mayores posibilidades de extracción de ganancias. Una vez que se resquebraja esta lógica (reproducción de una fuerza de trabajo con capacidades de consumo), es decir, a partir de que “el capital se desentiende de la vida de los trabajadores”, “vida” será una variable nominalmente de mayor valor en la medida que se asciende en la estructura social (por eso se observa la extensión de derechos vitales a lo largo del planeta) pero que en términos concretos se libera de manera, diferencial a estas nuevas necesidades del capital, perdiendo todo tipo de valor en las clases empobrecidas.