viernes, 24 de diciembre de 2010

Gran Hermano y el cinismo de la repetición de la historia.



Tengo un libro acá justamente en la biblioteca que está atrás de este mi monitor (que incluye cámara web incorporada). Un libro que en su primera página y con asombrosa maestría nomás ya afirma:

Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal se producen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y otra como farsa (*1).

Esta historia se repite una innumerable cantidad de veces, de las ficciones inspiradas en la realidad, de ficciones inspiradas en otras ficciones, de nuevas realidades creadas a imagen de ficciones, de realidad inspirada en otras realidades: esta historia nos tiene hasta el cuello con su presencia. Es la historia de una organización que controla todos y cada uno de los movimientos de personas, personas que siguen su vida según un cuento. Un cuento de amor y odio, de identificaciones compartidas, de grandes debates sobre la existencia humana. También es un cuento sobre imposiciones, de disimulación de la práctica de extracción de utilidades de los cuerpos de las masas.
Otra vez esta cosa morbosa apropiada por la televisión que le llaman “Gran Hermano” se presenta en cada monitor encendido por doquier. Putrefacta como cadáver con años de descomposición, otra vez se asoman a nuestras vidas historias de negación de lo humano de la masa televidente. Increíbles historias de futuras vedettes con cuerpos imposibles de encontrar sino en la fantasía de la imagen televisiva, machos de torsos robustos y rostros ejemplares, y personajes de peculiar contenido cerebral. Otra vez serán las historias que monopolizan las charlas comunes a lo largo y a lo ancho de este país (mientras en otros se reproducen con su producción propia de porquería). Los representados y sus historias, y los “profundos debates” que generan toman por asalto a toda la población, sin distinción de género o edad, y más importante aún, sin distinción de clase.
Hay una imagen que circula en ingles por Internet que dice algo así como “1984 no fue concebido para ser un manual de instrucciones”. En efecto, la fantástica narrativa de Orwell pareciera como si después de muchos años hubiera engendrado una serie de lectores que muy bien no sabían leer y quedaron fascinados por la composición de Eurasia y el todo poderoso “Gran Hermano”, cuya voluntad superior manda a supervisar y corregir todo lo que lo exceda. Recuerda a la lectura de Nietzche en clave nazi, o a la lectura de Marx por Stalin. En un nuevo y completamente distinto escenario pero reproduciendo sorprendentemente una trama cultural que legitima el control sobre todos y cada uno de los aspectos de la vida. Todo nos dirige al control.
Esto sumado a los debates ultra berretas que inundan las calles sobre lo que tal o cual personaje realizó en “la casa”. No se trata solamente de “pan y circo”. Es la imposición de una cultura de la anulación de la personalidad, de las características creativas de lo humano, de la serialización de televidentes. También parece ser la legitimación de una cada vez más paranoica, en palabras de David Garland, cultura del control.
Muchos autores han empezado a ver un movimiento cultural a escala planetaria que pareciera reclamar un Estado total, un Estado que olvide su “brazo izquierdo”, que se dedique a “cosas más urgentes”. Y así aparece el reclamo de un control estúpido, porque además de siniestro, es imposible de ejecutar. Hobbes como nunca es el autor de cabecera tácito, descontextualizado, de esta emergencia social de necesidad de aseguración de las variantes más insólitas de planos cada vez más profundos de la vida social. Se pide que esté ahí el Estado, no importa como, en todos y cada uno de los momentos en que uno sale hasta a comprar un chupetín, porque supuestamente hay sujetos peligrosos por doquier que pueden hacer daño a nuestra vida. Y se pide un tipo de representación del Estado específica: sus fuerzas de coerción. Así, en la vida ideal de los renegados de las velitas, habría una cantidad inmensa de policías en las calles asegurando el transitar de las clases medias blancas. Un discurso racista.
En realidad lo que se quiere proteger es el dinero. Donde el dinero peligra, las fuerzas de coerción salen a defenderlo con todo su rigor. ¿A quien puede realmente afectar el asalto a un camión blindado que transporta dinero?. Sin embargo cada vez que ocurre, ocupa largas horas en las cadenas informativas, del color partidario que sean. Incluso los robos a un banco. Además de criminalizar la pobreza y engendrar una maquinaria racista que en pocos años puede estallar como una guerra de secesión (y mientras tanto legitima la segregación territorial de los pobres), también se busca criminalizar las ofensas al dinero y al monopolio bancario fetiche dinerario.
¿A que nos lleva esto? A la búsqueda de políticas de control. 6.000 gendarmes puestos para contener la bronca de los pobres de la manera que sea. Nuevas políticas policiales puestas para desarmar protestas (presentado hipócritamente como el “desarme” de la policía, la novedad es que en realidad se va a profundizar una política concreta de desactivación de ciertas movilizaciones sociales). O las cámaras de vigilancia en distintos sectores del conurbano (Tigre, Berazategui), que cada vez más son pedidas por todos y cada uno de los que temen por la pérdida parcial de su dinero. Otra vez el gran hermano y su panóptico todopoderoso. 


QUIEN CONTROLA EL PASADO CONTROLA EL FUTURO.
QUIEN CONTROLA EL PRESENTE CONTROLA EL PASADO.
QUIEN CONTROLA EL PRESENTE AHORA?

*1: Karl Marx, El 18 Brumario de Luís Bonaparte.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Introducción


Los últimos años han significado un importante cambio en las estructuras de relaciones sociales, así como de sus percepciones. Aquí nos referiremos a solo una parte de estos cambios para introducir una cuestión más precisa, que es la detención de jóvenes en la periferia del “segundo mundo”. En la medida en que se encuentra cierta congruencia entre los datos aportados por el trabajo de campo y los estudios específicos sobre el campo en la Argentina y a escala mundial, tal cuestión merece cierta puntualización.
De esta manera deberíamos empezar por decir que como nunca hay un reclamo generalizado de algo difuso e impreciso catalogado como “inseguridad”, que las más de las veces tiende a legitimarse a través de discursos que encarnan la demagogia punitiva. Este fenómeno tiene sus particularidades en el cono sur, sin embargo responde a una lógica cuasi-planetaria: la caída del modo de acumulación sostenido en la industrialización (fordismo), momento histórico del capitalismo que en la operatoria general procuraba la aseguración de la reproducción más alta posible de la fuerza de trabajo requería de un estado mediador que emergía como un tercer sujeto, expandiendo sus posibilidades de provisión procurando la aseguración de la vida de las clases subordinadas; así fue como el estado se expandió generando un modelo social basado en cierta solidaridad que parecía esconder las contradicciones entre capital y trabajo de manera más o menos exitosa. La década de 1970 significó un gran quiebre en esto, el puntapié de la dictadura financiera marcó de manera salvaje la imposición de un modelo de relaciones sociales que cada vez más comenzaba a desentenderse de la fuente de valor, la vida de las clases subordinadas generadoras de plusvalor. Por distintos factores, en América Latina eso significó la brutal represión de las fuerzas sociales insubordinadas y el genocidio de la clase obrera, sosteniendo por la violencia la transformación de la matriz social basada en el achicamiento del aparato social del estado, la privatización de sus empresas, el beneficio a la especulación financiera, el crecimiento de la deuda externa para financiar operaciones (especulaciones) privadas, etc. Los siguientes años de democracia significaron la legitimidad del modelo a través de las urnas1. En términos sencillos, Robert Castel (2003) refiere a esta cuestión como un nuevo modelo de competencia interindividual que marca un pasaje de la conducción de la economía de las manos del estado a las empresas, es decir, hacia una lógica basada en la productividad y en la rentabilidad. La creciente y cada vez más profunda diferencia entre clases y al interior de las clases funda un momento de descolectivización y “competencia entre iguales” (Castel, 2004: 57), la moral del neoliberalismo supone que cada individuo se debe procurar por si mismo los recursos de los que quiera disponer en competencia con el resto de sus iguales.

Si se puede hablar de un alza en la inseguridad en la actualidad, es en gran medida porque existen franjas de la población ya convencidas de que han sido dejadas en la banquina, impotentes para dominar su porvenir en un mundo cada vez más cambiante (Castel, 2004: 67)

Este fenómeno de descolectivización, explica Castel, genera un resentimiento en las clases degradadas socialmente, un resentimiento que es una “frustración colectiva que busca responsables o chivos emisarios” (2004: 65), lo cual afecta principalmente a los sectores populares; en la medida en que el juego de competencia interindividual genera una masiva descalificación será mayormente degradado el sector de la población que se encuentra comenzando desde lo más bajo de la pirámide social hasta las partes más bajas de la clase obrera.
Así, la transformación del rol estatal en el modelo neoliberal tuvo su correlato en las prácticas de control social, marcando el fin de la forma “correccionalista” del tratamiento de los sujetos seleccionados como problemáticos por las agencias punitivas. Este cambio se ha producido con una sorprendente velocidad, en palabras de David Garland,
con una velocidad sorprendente un ideal liberal y progresista se transformó en reaccionario y peligroso para los mismos grupos que antes lo apoyaron” (Garland, 2008: 109).

Como se dijo, el desarrollo de un “estado mínimo”, cada vez más desvinculado de la trama social, destinado a asegurar pautas mínimas de intercambio capitalista, tuvo una situación paradójica: mientras la “seguridad social” se evaporaba producto de la retirada de su brazo izquierdo, nacía el “estado gendarme”, que cada vez ampliaría más la población encarcelada y el sinsentido de la práctica policial. En la Argentina, esto incluye procesos mucho más complejos que lo que la literatura del primer mundo puede ofrecernos. El “proceso de reorganización nacional” supuso la aniquilación de una buena parte de la población (precisamente una parte caracterizada por cierto grado de militancia política y activismo social), la naturalización en ciertos sectores de la violencia estructural hacia las clases oprimidas, en buena parte a través de las agencias policiales. Esto, a diferencia de Estados Unidos o Europa, donde el crecimiento del estado penal fue progresivo, marca que aquí una imposición brutal del modelo represivo, aunque con la particularidad de recaer no directamente sobre el espectro más bajo de las clases subordinadas, sino de aquellos que militaban por un cambio social en pro de esas clases subordinadas. Sería importante en otros trabajos hacer un análisis que explique la continuidad y herencias del proceso de reorganización nacional en la práctica punitiva democrática donde, ahora si, la punición estaría centrada en las clases populares. Ahora bien, si la policía históricamente ha sido una organización con cierta (negativa) autonomía (Saín …), la herencia estructural del período dictatorial no ha servido más que para acentuar esa práctica violenta hacia los estereotipos caracterizados como “peligrosos”, siempre identificados en las clases populares; el entramado de relaciones entre clase política, jerarquía policial y grandes organizaciones delictivas no ha hecho más que complejizarse a lo largo de los últimos años en nudos de complicidad, corrupción, asesinatos, y sobre todo, una persecución demagógica de estereotipos que justamente recayó casi únicamente en los eslabones más débiles de las organizaciones delictivas, lo que da la pauta de que la raíz del problema se encuentra en una plana mucho más complicada de lo que verdaderamente se ejecuta a través de decisiones políticas. De esta forma, se calcula que desde el advenimiento de la democracia, la policía … (informes CORREPI, CELS)
Al mismo tiempo, vale decir que no se trata de una operatoria en la cual solo interviene una parte del estado en detrimento de un sector de la población, sino que esto tiene su legitimación a partir de una nueva cultura del control social. Una vez caída la matriz correccionalista, el funcionamiento de la punición estará caracterizado por un “giro punitivo”, que presta mayor atención a la carga emotiva de su accionar, es decir, se desajusta respecto del resultado efectivo de sus acciones desatendiendo el efecto negativo que tiene este accionar en el mediano y corto plazo para transformarse en una política signada por la tendencia a generar y pretender solo resultados de orden simbólico. En la periferia de la economía mundial, la trama del control social y su basamento cultural posee cierto correlato que parece indicar la mundialización de la práctica social del miedo y la victimización desajustada respecto de la realidad material las probabilidades ciertas de ser víctima de un asalto a su propiedad material o física. Esto se materializa en una demanda exagerada de acción que se supone “preventiva” del estado a partir del endurecimiento de penas, presencia policial en zonas especiales, ya sea de alta concentración de propiedad y capital privado o como exigencia de control de las zonas más empobrecidas para contener a los sujetos estereotipificados como problemáticos en el marco de esta cultura del control. Esto quiere decir que, además de prestar atención a una visión exageradamente dramática del estado de la situación, que tiene eco por ciertos mediadores de gran influencia social (figuras mediáticas de las más variadas o individuos pertenecientes a las clases más acomodadas) pero también a buena parte de las clases populares, se supone que los sujetos sociales, y en este caso quienes realizan acciones catalogadas como delictivas hacen un cálculo a largo plazo de las consecuencias de su modus vivendi.
Por lo tanto, hablar de cultura de control, en términos similares a los que propone David Garland supone un momento que superpone un modelo de acción estatal y de demanda social con una estructura social que marca situaciones de inmensa complejidad, situación que de no mediar una planificación política distinta de las actuales (el tan deseado “gobierno político” de las instituciones policiales), que supongan otro tipo de racionalidad y cierta generación de “calma” que desaliente la victimización exagerada, solo pueden llevar a elevar el nivel de sinsentido de la vida social y a la constante pérdida de valor de la vida de las clases excluidas por vía de la naturalización de la violencia que devalúa cada vez más la estimación del propio cuerpo.
Hemos dicho que existe en las clases populares un fenómeno de naturalización de cierto grado de violencia. Veremos más adelante como encontramos ejemplificado esto en los jóvenes que encuentran pertinente la práctica del asalto a la propiedad privada como vía de provisión material. Todo momento histórico incluye una forma específica de castigo que se explica a través del entendimiento de las relaciones productivas (De Giorgi, 2006: 82). Por lo pronto, adelantaremos que esta situación pareciera tener antes que nada un basamento material-económico propio del modelo de acumulación neoliberal. En la medida en que se reemplaza el modelo fordista de acumulación a través de la industrialización y el empleo intensivo de fuerza de trabajo (que por tanto requiere la aseguración de su reproducción y extiende muchas veces el “brazo izquierdo” del estado) por algo difuso e indefinido de competencia entre individuos antes reconocidos como pares y la matriz económica desvía su núcleo de atención de la acumulación de trabajo (mediante la fábrica) hacia la especulación financiera, creando una enorme masa de población destinada a la marginal, condenada a los antojos de un sistema global de olvido que hace de sus cuerpos una materialidad sobrante. Esteban Rodriguez caracteriza este momento de la siguiente manera:

En definitiva, la plusvalía no es una cualidad sustancial de la relación capital-trabajo, sino una cualidad del sistema financiero en su conjunto que sólo se realiza en la operatoria general del sistema. Cuando el capital desinvierte en fuerza de trabajo, se desentiende de la vida de los hombres, habrá un contingente que sobra, y a los que sobran ya no los necesitará. Están, lisa y llanamente, de más, constituyen el sobrante social. El resto, una minoría con alta capacidad de consumo, puede vivir sin ellos y de hecho les gustaría hacerlo (Esteban Rodriguez, 2008: 218).

Dicho de otra manera, podríamos considerar que en el capitalismo en general, “vida” constituye una variable más del sistema, en tanto posibilidad de obtención de fuerza de trabajo por el capital (para su valorización mediante la extracción de plusvalor). En épocas de acumulación trabajo intensivas, las formas de sociabilidad estuvo reglamentada por lógicas de disciplinamiento y ortopedia análogas al sistema fabril: cárcel, escuela, familia tipo que normalizaban y serializaban individuos; en términos generales, la “vida” (posibilidad de reproducción y estabilidad del cuerpo) interesaba en la medida que a través de la aseguración de la reproducción de la fuerza de trabajo la clase capitalista obtenía mayores posibilidades de extracción de ganancias. Una vez que se resquebraja esta lógica (reproducción de una fuerza de trabajo con capacidades de consumo), es decir, a partir de que “el capital se desentiende de la vida de los trabajadores”, “vida” será una variable nominalmente de mayor valor en la medida que se asciende en la estructura social (por eso se observa la extensión de derechos vitales a lo largo del planeta) pero que en términos concretos se libera de manera, diferencial a estas nuevas necesidades del capital, perdiendo todo tipo de valor en las clases empobrecidas.

1Por supuesto que no significa lo mismo que lo ocurrido en el último gobierno militar.: a pesar de mostrar limitaciones y estructuras políticas condenables por representar principalmente intereses de las clases acomodadas, no sería adecuado asimilarlo a la práctica de un liso y llano genocidio sobre la población. Sobre la legitimación del más crudo modelo neoliberal (década de los '90), se sugiere “La hegemonía menemista” de Alberto Bonnet (2007)

domingo, 19 de diciembre de 2010

jueves, 16 de diciembre de 2010

que se le va a hacer

(Que lindo es estar acá, acá está todo lo que quiero y un poco más. Quizá un poco más también. Acá, principalmente. Si, te oigo, te veo y te huelo, estás acá. Por qué te habías ido? Yo nunca quise hacer nada malo por que te vayas. No. En realidad no te fuiste, solo te fuiste a otra parte del acá. Yo te veo, si, te huelo, y te oigo. Pero no te siento. Y eso es más triste. Porque acá está todo lo que quiero. Acá está todo lo que quiero y un poco más. Quizá, acá haya un poco más también de lo que quiero. Estás vos, estás acá, te huelo, te veo y te oigo. Pero no te siento. Y están todas estas cosas, todo lo que quiero, y creo que estoy yo. Estoy, me huelo, me oigo, me veo. Pero tampoco me siento. Eso me da como un miedo. Verte sin sentirte, olerte sin sentirte, oirte sin sentirte. El viaje de una hermana a la que le canta alguien que sabe un poco más que lo que jamás yo vaya a poder saber. No siento, y menos todavía te siento) Me grito a mi mismo, como si no pudiera oirme.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

La furia es un don (borrador)

El don de la furia*

Los años (principalmente los últimos) hicieron olvidar a los oprimidos la herramienta más útil que pueden tener a su disposición. Es una herramienta y es un don, que por si solo no sirve de nada, como por si solo no sirve de nada un bonito libro lleno de palabras (“una ingeniosa mezcla de papel y tinta” diría un filósofo contemporáneo). La furia es la rabia, que en este estado de cosas no puede sino monopolizar nuestras impresiones sobre el mundo. Prestada a la empresa más sana, la furia es digna, es un don de insumisión y dignidad. Convierte todo el dolor de pasados perdidos y pasados extraviados, transforma tristes y trágicos presentes anteriores en próximos presentes que saludan a otro dios, al dios de la insurgencia.
Corrió mucha sangre (más bien, se han “chupado” mucha sangre) para que años más tarde su victoria, la victoria de su proceso, se imprima hasta en el más convencido de la conformidad del presente. Ahora nuestras voces dicen decir que las palabras deben acomodarse a la comodidad de su morfología inmediata, lo mismo que con los huesos y la carne, que en todos y cada uno representa, como imprime la victoria del proceso, una simple asociación entre carnes, huesos y ciertas palabras que articulan algunos intercambios con otros con quienes compartimos una morfología similar. Lo que nos une, en este orden de cosas que no puede más que inspirar rabia y a partir de eso dignidad (combinación furiosa que es un don olvidado), es lo que nos separa, porque somos unidades de carne hueso y algunas palabras en perpetua competencia por algunos hologramas que vaya usted a saber como adquirieron semejante valor.
Los hologramas son espejos donde nos miramos para ver como somos, pero que nos devuelven otra imagen distinta sin que lo podamos siquiera sospechar. Nos devuelve una distorsión, una imagen borrosa que condiciona las posibilidades de existencia a la voluntad de otra cosa que tampoco sabemos que corno es. Dicho de otra forma, esta manera borrosa de distorsionar impone una rutina sucia, una rutina que debiera darnos rabia y entonces dignidad pero que, como nos hemos acostumbrado desde edades tan tiernas a contemplarla, nos encariñamos con ella, le facilitamos la disposición de nuestra carne huesos y palabras.
Todas esas palabras vienen de otros lados, aunque se puedan distorsionar en un sentido positivo, son palabras de un presente anterior, lo cual marca la victoria del proceso. Primero por temor, luego con la fuerza de la fuerza, más luego con las rutinas que con ellas se encariñan y disponen la carne y los huesos a su mejor rendimiento. Con ellas creamos la ficción que nos devuelven los espejos y dotamos de un sentido (un sentido dentro de todos los posibles) a la conexión de los momentos. Fue nuestra sangre el pan de los dueños de las palabras del presente.
Sin embargo. Sin embargo la furia es un don. Si la rabia es digna, la furia es un don, la madre insurgencia acaba con los dolores del pasado para presentar un presente próximo lleno de otras circunstancias que pueden traer consigo el valor más valioso que hace humano a la carne hueso y palabras, que desindividualiza para encontrar prácticas compartidas que tejen otra manera distinta de pararse frente al mundo. “Ser por nuestras propias manos” le dicen en un lugar no tan lejano. Si la rabia es digna, la furia es un don, y si la furia es un don es porque las venas rugen. Y si las venas rugen, las venas que aún hoy siguen abiertas, abiertas y sangrando, abren así otros caminos que reciben otrora distantes. La furia es como un don. Madre Insurgencia, Salud!

*"El don de la furia" es una canción del afamado conjunto de rock quilmeño "Errantes"

lunes, 13 de diciembre de 2010

Gorilas afeitados*

Clase criminal y clase criminalizada

No hizo falta levantar mucho la vista para observar cuestiones que son simples pero muchas veces están escondidas abajo de una alfombra, una alfombra que se llama rutina, opresión, naturalización, mimetización. El Indoamericano (I-Indoamericano) se presentó como un zoológico de incertidumbres para la clase media. “¿qué hacer con ellos?” preguntose la clase media, deseosa de opinar y opinar como si estuviera a su alcance manejar las cuerdas de un títere, y como si del otro lado hubiera, justamente, títeres, lo cual serían cosas con morfología similar (humana) pero necesitadas de control remoto, un control remoto que justamente la moral de la clase media se predispone (en los espacios “progresistas”) a pensar como maniobrar. “Les damos terrenos?” “Les damos comida?”. Fue más fácil olvidarlo: se resolvió con un cerco de soldados de su moral, separando la humanidad de los cuerpos configurados como humanos pero que son como otra cosa. El racismo se reproduce en estos intentos de negación de racismo. Un fenómeno de las últimas décadas, el progresismo se volvió un movimiento de derechas y parece que no se han enterado porque la bola de smog que los contenía los llevó a enamorarse de su propia mugre y después a hacer de su propia mugre la bandera de la gestión cool con conciencia, y después a olvidarse de la conciencia para ser una gestión cool, igual que los mismos que ellos dicen que no son.
Dijimos que el progresismo, en los 2010, se volvió racista. No, claramente no, no todos se han vuelto racistas ni mucho menos; por supuesto que hay excepciones, estudios de una universidad muy respetada han afirmado que este nivel de racismo escondido baja a medida que el racista en potencia disfruta de oler sus flatulencias. Pero volvamos al racismo modelo 2010, que nos preocupa sólo un poco. No se trata de un racismo de odio, está claro que no. Pero es racismo. No es racismo en el sentido que realmente cree en su superioridad. Pero es racismo. Es racismo porque esa supuesta tolerancia (en donde tolerancia no es lo mismo que entendimiento, ni mucho menos diálogo y todavía menos experiencias compartidas) en realidad es un fetiche. Un fetiche que exotiza y cree pintoresco lo morocho, morocho en el sentido material de lo morocho. Otra vez, es un fetiche. La nueva práctica de racismo es un límite fundamental a los límites de lo Nac & Pop '10, un límite que explica por qué prácticamente no nace (entre muchos otros aspectos, claro). Porque, otra vez, no se fundamenta en una práctica de vida compartida, en la formación de una experiencia que se encuentre más allá del fetiche observador. La doble moral de la clase media no es mi descubrimiento, es algo bastante viejo (tampoco es un descubrimiento propio lo que acá se dice, más bien todo lo contrario), pero nunca deja de alimentar el cinismo de la realidad. La doble moral está inscripta en un juego dialéctico entre discursos y prácticas que son cada vez más contradictorias. Los progresistas de clase media acomodada allí tienen sus esclavos. Sus limpiadoras de casas, y sus servicios que no están dispuestos a dejar. Lo problemático en si no es la delegación, es la modalidad. El razonamiento básico es que “x tiempo de MI cuerpo no vale por tal esfuerzo”, lo cual lleva a buscar alguien cuyo tiempo sea valorado inferior. Es decir, que el esfuerzo corporal de esa otra persona valga menos que el propio es condición fundamental para la delegación. Ese a quien se le delega es el fetiche también.

Quería en realidad decir otras dos cosas que se mezclan con esto. Vimos dos policías (agencias de represión física a amenazas contra la circulación de capital), la Metropolitana y la Federal actuando en consonancia. Una con conciencia de clase (capitalista, claro), la Metropolitana. Vale reconocer la honestidad del Pro, atrás de todos sus mamarrachos que no hacen más que poner al descubierto su inaptitud, corrupción y peligrosidad para manejar funciones públicas, atrás de todo eso, se puede ver su honestidad, porque ellos tienen conciencia de clase, saben de la lucha de clases y quieren que gane la suya. Sabemos donde están, están ahí para golpearlos y hacerlos lo más mínimos posibles, eso está claro. Pero puede que sea más peligroso lo otro, que son gorilas afeitados. A qué órdenes responde la Policía Federal?

*metáfora del querido Besancón, que probablemente nunca lea esto

domingo, 5 de diciembre de 2010

La posada del astrónomo infortunado




Como salido de un planeta inexistente pero existente a los fines de ver especies raras a la forma humana salir, la errancia astronómica vio un nuevo hito en la oscuridad de un mismo mutante. Ya era de día pero en su noche, era de noche pero a sus ojos cuando los pájaros decían hola. De momento a momento, sus nervios colmaban su paciencia ansiosa, o su esperanza lo volvía ansioso: ni volver atrás ni ser pasado conformaban el futuro, ni el futuro podía ser sin mirar atrás no siendo pasado. Dormido como quien muere por no vivir, el caballero de la orden errante volvió a su casa para hacer los últimos llamados a los espejos que lo cubren de lo idiota, pero que lo hacen un numerario idiota más. A través de ellos se siente cerca de lo que puede ser sin llegar a tocar nunca lo mínimo indispensable para lo que la piel pueda considerar loable societalmente. Sus ojos caen, y no hay fetiches del deber ser cuando los párpados no dejan ver sino su misma existencia, el fracaso intolerable del probable genio, o el genio del perdedor mutante, haciéndose eco de su propia ruina, volviéndose un simple pedazo de carne dispuesta por sus movimientos a la ecuación más primaria de la modernidad, la extracción de supervalía, limitada a los impulsos que los movimientos de capital le puedan otorgar, en sus límites y en sus llegadas. Nunca creyó que podía ser más triste, nunca pensó que iba a ser más real, nunca la euforia se sostuvo sino sustituida por la pena radical.
A través de los momentos que hacen de la existencia un todo indivisible, los humores se contrastan e irritan sus ojos, que apuntan al cosmos. El cosmos que no puede ver sino cerrando los ojos y oídos, el único lugar que su metabolismo dejó libre a su creatividad y que atenta contra su voluntad al mismo tiempo que sirve de engranaje para ordenar opciones. Son dos momentos, dos ficciones irrealizables pero sin grises. En el medio nunca hay posibilidad de existencia. Es todo lo que creía ser sin que se lo quisieran decir, el astrónomo infortunado vuelve a si mismo y se saca algunas presiones pensando en todo lo que queda sin hacer y sin poder verse. En un momento pensará que cualquier palabra precedente ha sido una pérdida, una exposición adrede de infortunio, un nuevo momento para el ridículo que alimente los momentos más largos de los dos. Así será.